Por: Isabella Mojica 

No oyes cantar las aves

Cuando la hora dorada llega en el llano, sobre la sabana se posa una llamarada roja cual fuego, rodeada de pinceladas rosas y púrpuras. Por el cielo vuela la corocora blanca, como nubes pequeñas; los papagayos de un verde esmeralda cruzan con sus cantos hacia sus nidos; la corocora roja, tan olvidada, termina de beber en el arroyo que susurra a la distancia el adiós al día y las ranas vaqueras acompañan con su distintivo canto a los llaneros que regresan de arrear el ganado. Es un momento que no dura mucho y solo los ojos más afortunados han tenido el privilegio de contemplarlo. Una vez se acaba el espectáculo, es la noche la que se posa en las grandes llanuras; negra como boca de lobo, el azabache cielo cobija al morichal y al chigüiro, se expande hasta que se lo ve besar la tierra y si la luna está llena su luz plateada baña toda la escena que se pueda llegar a desarrollar bajo ella. Como una madre dulce, la luna gorda y protectora, cuida a los seres vivos que se cubren con su luz. Una figura aparece y rompe con el silencio de la noche, un lamento sale de su boca pero nadie lo escucha, está sola y solo la pálida y fría luz del cuerpo estelar es su compañía. A lo lejos divisa la luz de un viejo hato y, como puede, camina hacia la talanquera para dejarse caer sobre los troncos.

Un silbido agudo llega desde dentro de la construcción. Dos vaqueros salen del hato, con el pantalón arremangado y con la piel morena cubierta aún por el sudor del trabajo del día. Intercambian una mirada, cada uno de ellos había tenido algunas suposiciones sobre lo que podían encontrarse cuando llegaran, pero ninguno imaginó que se tratara de una catira a mediados de sus veinte, la cual parecía moribunda. Entre los dos mueven el cuerpo y se lo posan al más fuerte sobre los hombros. Ninguno de los dos dice algo en el camino de vuelta, el cansancio del día pesa más que la sorpresa. Los vaqueros llegan a la entrada, donde los esperan sus patrones: Don Fernando y su esposa doña Clemencia. La pareja de esposos se alarma cuando los ven llegar con semejante criatura a cuestas.

- ¡Que Dios nos ampare! -suelta la mujer de cuarenta años, echándose la bendición varias veces.

Los vaqueros siguen las órdenes de su patrón y dejan a la muchacha sobre un sillón de cuero en medio de la sala, uno de ellos se va a la cocina y llama a su esposa quien socorre a la moribunda. La mujer prepara con rapidez un té y se lo vierte en los labios a la extraña que se encuentra inconsciente, de alguna forma le recuerda a su hermana cuando era más joven. Pasan unos minutos y la joven catira se despierta tomando una gran bocanada de aire, casi como si se hubiera olvidado respirar el tiempo en el que permaneció dormida. Abre los ojos y ve tres desconocidos observándola con curiosidad, tal vez todo se deba al traje de novia que lleva puesto. Ella se toca el pelo, al parecer ha perdido el velo en alguna parte de la sabana. Abre la boca para hablar, pero se encuentra muy deshidratada para pronunciar palabra.

- ¿Estás bien? -le pregunta doña Clemencia con aire maternal, por alguna razón la muchacha le recuerda a su hija-. ¿Cómo te llamas?

- Magdalena -contesta la novia.

Doña Clemencia manda a su cocinera, Norma, a traerle un poco del sancocho que sobró del almuerzo porque según ella "la niña anduvo vagando por mucho tiempo en la sabana". Sienta a Magdalena en el comedor principal y se compadece de ella, mientras que su esposo vigila toda la escena sin decir palabra. Él se da cuenta que el vestido de ella parece no estar tan sucio como debería después de andar caminando por el llano y que si no fuera por la ausencia del velo cualquiera pensaría que ella está a punto de dar el "sí". Sin embargo, las marcas de barro y tierra deberían ser removidas de un vestido tan bonito como ese, dice don Fernando tratando de ocultar su lascivia. Norma llega con el plato humeante del sancocho y se retira, detesta cuando su patrón se pone de coqueto con las muchachitas.

- Viejo verde -susurra para sí y se va a buscar la compañía de su esposo.

El aire húmedo del llano sopla por el hato, se puede sentir como intenta refrescar a pesar de que se trata de una noche calurosa. Los grillos suenan alrededor y el zumbar de algunos insectos se hace presente. Pronto, todos están cubiertos de un sudor apelmazante suspirando de alivio cuando las brisas llaneras llegan. Doña Clemencia le hace alguna pregunta a la nueva compañía, preguntas que Magdalena contesta sin titubear, al parecer todo lo que dice es verdad.

- He escapado de mi propia boda -dice la muchachita, retirándose un mechón de cabello rubio que le incomoda la vista-. Me casé con un hombre horrible y maltratador, mis padres organizaron el compromiso y cuando llegó la noche nupcial no quise consumar el matrimonio. Entre las sábanas de una cama manchadas de sangre y sudor, prefiero aventurarme en el llano, que siempre me ha servido de hogar. No me iba a someter a los tratos de un violador -explicó, sorbiendo la sopa de la cuchara y cortando la carne en pedazos, no terminaba de tragar un bocado cuando se estaba metiendo el otro a la boca-. Aunque sigo siendo virgen, todavía puedo sentir sus sucios dedos recorriéndome la piel, intentando quitarme el vestido.

- ¡Pobrecita mi niña! -exclama doña Clemencia, llevándose una mano al pecho.

- Hizo bien en llegar acá, jovencita -contesta don Fernando, disimulando las ganas de verla de arriba abajo. Magdalena se da por aludida.

Una vez que la joven termina su comida, doña Clemencia se pone de pie y le hace un gesto para que la siga. Ambas mujeres caminan juntas por el hato, hacia la habitación que iba a ocupar por esa noche la nueva invitada.

- Por la mañana emprenderé de nuevo mi viaje -anuncia Magdalena, en respuesta a una pregunta que le había hecho la dueña del hato.

Llegaron al cuarto de Magdalena y doña Clemencia enciende un bombillo, de luz amarillenta, que a duras penas ilumina la estancia. Camina hacia el armario y elige una pijama que solía usar su hija antes de conocer una ganadera con mucha plata, de la cual se enamoró y seis meses después desposó. Con una mechera que guardaba en su bolsillo trasero, doña Clemencia enciende unas velas que están puestas de forma estratégica por la habitación, iluminándola de inmediato con un poco más de luz. Se da la vuelta para salir de la estancia y darle privacidad a Magdalena. La joven se lo agradece con una sonrisa y espera a que la mujer se pierda en la vuelta de un pasillo. Se sienta sobre la cama pero no se acuesta a dormir, Magdalena no tiene sueño. No recuerda cuándo fue la última noche que de verdad pudo descansar en realidad. Se queda un rato escuchando los sonidos envolventes del llano, escuchando de vez en cuando un sapo que buscaba aparearse o las chicharras que salen en verano. Cuando ve que ya ha pasado un tiempo prudente decide salir de cuarto, de camino a la puerta pasa con levedad las yemas de sus dedos sobre las bailarinas llamas de las velas, deseando sentir el calor del fuego pero, como siempre, pasa desapercibido para su tacto.

Magdalena camina por el suelo del hato, recordando la última vez que estuvo en uno. Sus pies descalzos acarician el asfalto agrietado y la cola de su vestido se arrastra con parsimonia. El que la hubiera visto de lejos hubiera creído que ella iba de camino a un altar. La mayoría de luces están apagadas, salvo por las de un viejo rancho situado detrás de la cocina, donde los vaqueros se reúnen a mascar chimú y tomar cerveza en las noches, hablar de mujeres y de pasiones amorosas. Ella se acerca un poco para poder escuchar la conversación que allí sostenían, el viento sopla revoloteando su cabello y trayéndole con más facilidad las palabras pronunciadas.

- Esa catira hermosa que llegó esta noche es lo más interesante que ha pasado en meses -dice un vaquero de voz gruesa, seguro tenía más de treinta años.

- A mí me advirtieron que tuviera cuidado con las mujeres extrañas que se acercan de noche -comienza a hablar un joven-. Mi amá me dijo que los espantos en el llano no tienen pudor al hacerse ver, llegan en cualquier momento como la serpiente cuatronarices.

La risa de un grupo de hombres exaltados por el alcohol se eleva en la noche y Magdalena se retira con una sonrisa en los labios también. Siempre le ha gustado la forma en la que se habla de lo desconocido sabana adentro. La joven se retira complacida, esos hombres no eran peligrosos. Sigue caminado, hasta que se topa con una pequeña casucha, esta sí parecía recién construida. Del interior se pueden escuchar unos gritos, que son sofocados antes que salgan con fuerza, luego gemidos. Magdalena camina con nueva curiosidad y se asoma para ver mejor qué pasa. Dentro de la casucha se encuentra Norma, la mujer que la atendió, y su esposo, uno de los vaqueros que la rescató. Los gemidos provienen de la esposa, una mujer de unos treinta y siete años, de piel aceitunada y ojos redondos y negros. Era muy seguro que aquella amable mujer tuviera raíces indígenas. El marido la tiene arrinconada contra la pared, agarrada por el cuello. Magdalena pudo ver cómo a ella le salía sangre del labio inferior.

- Maldita puta inservible -sisea el marido, presionando más contra la garganta de su mujer-. Quién se cree para venir a decirme a mí cuando puedo o no puedo coger con la prostituta que es usted. Arrimada, sucia, hija de puta. Yo soy su dueño, porque el hombre de la casa soy yo. Zarrapastrosa. -El hombre empuja a Norma a la cama, Magdalena se queda estática, mira toda la escena sin parpadear. La mujer intenta luchar contra su marido y este la detiene con un puñetazo en la mejilla. La joven se percata de las lágrimas que corren por el rostro de Norma, dándose cuenta que la señora ya estaba acostumbrada a semejante trato. El vaquero se sube a horcajadas sobre ella y le quita el pantalón para luego seguir con el suyo. Magdalena aleja la vista y da unos pasos atrás, no quiere presenciar una violación. Ya ha visto suficiente. Antes que ella haga otro movimiento, unas manos la agarran por los brazos y un aliento cálido se le pega en el cuello.

- Con que a ti también te calientan estas cosas. -Magdalena reconoce la voz de don Fernando-. Sabía que eras de esas vírgenes de gustos raros y como tu esposo no podía satisfacerte huiste de él. -El aliento del hombre choca contra la nuca de la muchacha, Magdalena puede sentir cómo algo duro roza contra la tela de su vestido-. Yo opino que maltratar a una mujer está mal... porque todas son como dulces de azúcar, con sus respectivos sabores y texturas. No eres la primera jovencita con la que estoy, mi esposa no se va a enterar, tranquila. -Ella no se mueve, no habla-. Tienes la piel helada, ¿segura que no quieres venir a una habitación a calentarte? -Don Fernando posa un beso en el cuello de la joven, Magdalena alcanza a escuchar los gemidos lastimeros de Norma. Sin decir ni una palabra, se voltea para encarar al hombre. Solo fue cuestión de segundos y don Fernando cayó inconsciente al piso. Lo último que el hombre vio fue el rostro deformado por la ira de una muchacha.

Cuando el sol sale en el llano, el cielo se pinta de un naranja fuerte, el astro rey emerge de su sueño como un gigante de fuego ardiente. El rocío mañanero cubre todas las plantas y el pasto brilla en el momento que la luz se refleja en las gotas que quedan en la punta de las hojas. Se escucha el cacareo de los gallos y el relinchar de los caballos, en la distancia todas las aves emprenden vuelo para buscar comida. El cachirre se mete en el agua para buscar una presa y las mariposas vuelan alrededor del ganado. Por unos segundos lo único que hay es paz. Los vaqueros corren de un lado a otro, con los pies llenos de arena o en alpargatas, tomándose el sombrero con una mano y el lazo para arrear con la otra. Se abren corrales, se marcan becerros, se planta comida y se encienden fogones. La faena comienza a las seis de la mañana, cuando todo el mundo está listo para poner en marcha los trabajos del día.

Don Fernando se despierta en el mismo sitio en que la noche atrás había caído como un muerto, mira a todos lados, confundido. Sea quien sea la persona que le dio ese golpe iba a quedar despedido de inmediato. Los gritos de los vaqueros llaman su atención, él se pone de pie a duras penas y se agarra la cabeza con las dos manos. Creía que en cualquier momento se iba a morir.

- ¡Cálmese hombre! -le grita a un llanero joven que pasa corriendo vociferando algo incomprensible para él-. Haga el favor de callarse, parecen vacas desbarajustadas ustedes con este alboroto.

- Patrón, disculpe -habla el vaquero-. Es que no encontramos a su mujer.

Don Fernando comienza a temblar de la rabia, iracundo sale en busca de su esposa. En el camino se encuentra con el esposo de Norma, quien está echando madrazos al cielo al tiempo que aplasta una cosa en el suelo, cuando parece que ya termina su labor, escupe ahí donde estaba. El hombre parece como desquiciado.

- Desgraciada, Norma, desgraciada tú y todos tus ancestros -aúlla el hombre, echando espuma por la boca-. Juro por el mismísimo demonio que soy capaz de ir tras de ti para darte caza y muerte, maldita.

Don Fernando sigue de largo, él con cosas del diablo no se mete y prefiere mantener distancia. Llega su cuarto marital y llama a su esposa aun sabiendo que no recibirá respuesta alguna. Camina alrededor, como si pudiera reflejar los últimos movimientos de Clemencia antes de desaparecer. Abre el armario y ve que todo está en orden, como si su esposa se hubiera evaporado en el aire. Con el pie empuja un objeto que se encuentra la lado de una pata de la cama y se agacha para tomarlo.

- ¡El diablo! -grita-. ¡El diablo ha venido a esta casa! -Sale corriendo en busca de su trabajador y lo encuentra en el mismo sitio de antes: Pateando la tierra y maldiciendo a Dios y retando al demonio-. ¡Basta, imbécil, basta! No lo rete más que vuelve, ¡que vuelve!

El hombre lo mira con furia, escupe de nuevo al suelo y brama.

- ¡Que venga! Yo no lo tengo miedo a ese desgraciado, donde lo vea le meto cinco tiros pa' que afine el maldito ese -gruñe.

- ¡No, no lo entiende! -Don Fernando habla con ojos de loco y voz agitada-. ¡Ya estuvo aquí, nos miró a la cara! Puede matarnos, en cualquier momento puede volver a matarnos. -El hombre se echa a llorar, asustado como un niño pequeño.

- ¿De qué habla usted, patrón? Ha perdido la cabeza porque su esposa también lo ha dejado.

Don Fernando comienza a temblar, una fría brisa les llega desde la sabana y el llanto de un pájaro se escucha en la distancia. Niega con la cabeza y le hace un ademán a su trabajador para que se acerque y vea lo que ha encontrado bajo la cama de su mujer. Los dos hombres se quedan estáticos, escuchando al ave cantar, saben que nunca más verán a sus mujeres. Ahí, lívido y bamboleándose con las suaves brisas, don Fernando sostiene un pulcro y blanco velo de novia.

© 2020 Álvaro Palacios. P° de la Castellana 79, Madrid, 28046
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